Del mono rompedor de piedras al decorador de cavernas.
Muchos piensan que todo empezó cuando un mono rompió un canto de río contra una roca y utilizó el filo cortante de uno de los trozos para descuartizar su última presa, pero ese comportamiento apenas nos diferencia del pájaro que construye su nido ramita a ramita, o del chimpancé que utiliza un palo para alcanzar los frutos más altos.
Con el tiempo, con mucho tiempo, ese mono pasó de romper las piedras a tallarlas, golpeándolas una contra otra con un plan preconcebido. Ese es un comportamiento complejo que no encontramos en ningún animal pero, admitámoslo, tiene más de perfeccionamiento que de verdadera diferencia cualitativa; sin embargo, lo que hizo a continuación ese mono fue grabar, sobre una de sus piedras, un par de trazos más o menos paralelos, sin ninguna finalidad concreta, simplemente porque la piedra con esos trazos le parecía más atractiva, le «gustaba» más, que sin ellos. Ningún animal decora su entorno con el único fin de autoproporcionarse placer intelectual, ese es un rasgo cualitativamente exclusivo del ser humano, que algunos hacen privativo de nuestra especie, el homo sapiens sapiens.
Más tarde, un hombre más inteligente inventaría el uso funcional del arte, con intenciones religiosas, mágicas o de poder, dándole por tanto un sentido, y así llenó de arte sus lugares sagrados, sus centros de reunión y sus utensilios personales, pero bajo este utilitarismo pervive la emoción estética, subjetiva y personal, el sentimiento, que el arte paleolítico transmite a través de sus grandes obras.